Ritmo y raíz: reflexiones desde Berlín

Hola Chicuelos,
Escribí estas palabras hace dos meses, durante una visita a Berlín, una ciudad que en muchas ocasiones ha sido para mí un lugar de inspiración: una densa masa energética donde las ideas se precipitan rápidamente hacia la materia y se encarnan en las olas migratorias que la atraviesan.
Berlín es una ciudad cuya intención parece ser la intensidad. Aquí, la moneda de intercambio es el placer, el de una libertad supuesta, mientras la búsqueda de identidad y el deseo de ser se viven más como tendencias que como necesidades genuinas. Al menos, así lo percibo.

En esta visita, sin embargo, mi mirada cambió. Me detuve a observar el tránsito incesante, el andar apurado de una sociedad obsesionada con el consumo inmediato: de experiencias, de cuerpos, de placeres. En este vértice donde confluyen culturas, historias y lenguas, hay una riqueza evidente, pero también una decadencia que trae consigo una especie de enfermedad del alma. Percibo una sed colectiva de una cura rápida, de una conexión auténtica con lo apacible, lo divino, lo trascendental. Sin embargo, hay un veneno de efecto inmediato del cual la mayoría se ve infectada, pero ciega a su propio malestar.
La ciudad se me presenta, entonces, como un lugar poco amistoso. Siento en las personas una violencia sutil, una brusquedad adoptada como mecanismo de defensa frente al azote capitalista y vanguardista del que Berlín presume. Las masas migrantes, con rostros marcados por el cansancio y una belleza étnica profunda, ofrecen un contraste humano que equilibra el caos. Y dentro de ese caos hay un ritmo, y dentro de ese ritmo, un orden propio: un contraste áspero, pero también vital.

En los últimos años he vivido en lugares más apacibles, llenos de comunidad. Aunque no siempre fueron entornos completamente afines, había allí una proximidad, un calor humano que ahora mientras escribo, echo profundamente de menos. En este contexto, mi mundo interno se agita, se formula preguntas filosóficas y comprende con más claridad por qué nuestras almas y cuerpos se están enfermando cada vez más.
Decido entonces mirar hacia adentro, observar en qué proceso me encuentro. Y la respuesta que aparece es simple, pero poderosa: si no hay pausa, no hay cambio.

Y creo que es una pregunta hermosa que debemos hacernos: ¿cómo estamos viviendo nuestras vidas? ¿Nuestros deseos genuinos están en colisión o simplemente seguimos la marea? ¿Cuáles son las herramientas que nos dan sustentabilidad y respeto en los ambientes donde nos movemos? ¿Estamos creando conexiones verdaderas dentro de este tejido denso y acelerado?
La intención de esta observación es invitar a valorar cada vez más nuestros lugares de origen, nuestras raíces. A veces es necesario aprender a domar ese sueño agitado que nos impulsa a cruzar mares y fronteras, para comprender que el lugar del desarrollo, sea cual sea debería escogerse con intuición, con conexión a lo natural, a una escala menor, más que desde la mirada externa de la moda o la modernidad.
Vamos dejando una gran parte de nuestras almas en lugares que solo nos pasan factura, que silenciosamente van marcando y arrebatando vitalidad. No digo esto para desmotivar a quien desee explorar o expandirse la exploración es esencial, sino para recordar que debería tener un propósito, una fecha, y un plan de regreso. Que ese aprendizaje pueda después florecer en un lugar donde seamos necesitados, donde podamos aportar, y no ser solo un número más.

Creo que es un deber ayudar a comunidades más pequeñas, formar parte de un nuevo orden. Ser pioneros, partícipes, colaboradores. Nuestra misión ahora es organizarnos en escalas menores, donde el impacto sea más real: sentarnos con los niños que representan el futuro, aprender de la sabiduría de los abuelos y conquistar un nuevo ritmo más tranquilo, más sostenible, más sano y lleno de serenidad.
En este tiempo donde todo se acelera, también viajar se ha convertido en otra forma de consumo. Queremos vivirlo todo, alcanzarlo todo al mismo tiempo. Tal vez por eso el turismo en masa genera tanto ruido: refleja ese deseo de poseer la experiencia sin realmente habitarla.
Pero hay otra manera posible: viajar con presencia, con pertenencia, explorando los lugares desde el respeto, la paciencia, la quietud. Enseñar y aprender a desacelerar la sed, a digerir con calma el mundo, para así percibir el ritmo real de cada sitio, de cada comunidad, de cada alma.
Esto fue uno de los aprendizajes más bellos de vivir en Portugal: ese ritmo atemporal, sincronizado con la naturaleza. Lo llevo conmigo y lo aplico a mis espacios de hospedaje: el placer de viajar con serenidad, de disfrutar el lugar que habitas y visitas, de reconocer la riqueza que existe en la simplicidad.

El ímpetu de este escrito es traer conciencia sobre la dirección que nos sostiene. La revolución existe en ti y en tu autenticidad. Nútrete a través de ti mismo y del otro, mantén tu eje y sé ejemplo de interdependencia. Aunque tus raíces no te sostengan enteramente en la versión que deseas ser, ellas guardan una sabiduría profunda: las llaves hacia tu verdadera libertad.
Abrazos.