El cuerpo como oráculo, movimiento emocional

Hoy quiero contarles sobre un workshop al que asistí con Meg Stuart, una coreógrafa americana que reside entre Berlín y Bruselas. Ella dirige una escuela llamada Damaged Goods, y su trabajo es verdaderamente extraordinario: una fusión entre danza contemporánea, movimiento somático y espiritualidad. Su práctica refleja la transformación personal, la energía colectiva y el cuerpo autónomo como recipiente de la energía universal.
El evento tuvo lugar en el centro de cultura Archipiélago, en San Miguel, Azores. Allí, Meg facilitaba una actividad dentro del programa de residencias de Mystery School, un programa que reúne diferentes actividades inmersivas y experimentales: una experiencia de autoconocimiento y arte viva, entre lo escénico y lo místico.
Las sesiones, muchas veces, se desarrollan como “rituales abiertos”, donde los participantes son co-creadores. No hay coreografías fijas, sino procesos de escucha profunda, trance, juego y resonancia colectiva.
Nuestra práctica comenzó con una breve introducción. Meg nos explicó que compartiríamos un método experimental y espontáneo: ella nos ofrecería algunas directrices, pero todo sería guiado por la improvisación.
Comenzamos "desvaciándonos" con leves sacudidas corporales. A medida que pasaban los minutos, la intensidad aumentaba. Una purga de cargas, pensamientos, expectativas, anhelos y emociones comenzó a aflojarse, desvaneciéndose y haciendo espacio al estado de presencia.
El cuerpo empezó a tomar el control y la mente, a vaciarse. La racionalidad se iba retirando, como pasos cortos que se pierden en una cortina de humo, dando paso a una nueva energía, más pura, más radiante.
Poco a poco nos fuimos acercando a otros compañeros, que comenzaron a tocarnos por todo el cuerpo: activaban nuestro campo energético a través de palmadas, sonidos y barridos. El proceso de limpieza se expandía: no era sólo el cuerpo biológico el que se limpiaba, sino también nuestras capas más sutiles.
Una ducha de luz radiante impregnaba y energizaba nuestros cuerpos.
Se calibró la energía y el cuerpo quedó dispuesto a compartir su vibración con la frecuencia colectiva. Vibrante y activo, me sentía lista para entrar en el campo, donde formaríamos una creación individual-colectiva.
La explicación de Meg para las siguientes actividades fue sencilla y directa: haríamos una lectura sensorial de cómo percibíamos la música a través de nuestros sentidos.
Me encantó cómo ella gesticuló el acto: proyectar el viaje de la energía, que podía ser distorsionado, lineal, interrumpido —como cuando una televisión sin señal muestra líneas de ruido—, o simplemente quedar en una imagen fija.
Quedó claro que debíamos conectar con el sonido a través del cuerpo, y no con la mente.
Este ejercicio fue el inicio de un proceso profundo de soltura: moverse sin juicio, conectar con los ritmos, deslizarse, saltar, dejarse llevar por la velocidad o simplemente por el placer de la suavidad. Una exploración sin límites.
Luego, la dinámica se volvió completamente colectiva. Meg nos guió usando su lenguaje corporal: debíamos recibir la energía del otro, transformarla, crear con ella y soltarla.
No había palabras técnicas, sólo un fluir intuitivo y orgánico. La sala entera se organizó como por magnetismo, y cada uno empezó su propio proceso, único y entrelazado al de los demás.
Las emociones se volvieron tangibles, y la sensación de multidimensionalidad envolvía el espacio, una fusión de hilos, una catarsis volcánica dio movimiento a tanto fluir interno.
El cuerpo se sentía agua, deslizaba como electricidad que se iba expandiendo en cuerpo propio y de otros, nuestras expresiones, nuestros movimientos se conectaban por esta energía que, con una fuerza de infinito voltaje, nos compartíamos, nos conectábamos.
El primer acto terminó en una división de dos grupos, ambos grupos debían desplazarse y crear una secuencia, nada planeado, sólo en el sentir.
Nuestro grupo comenzó a juntarse lentamente al medio de la sala, cada uno veníamos de esquinas diferentes. De repente, orgánicamente nos fuimos encontrando y alineando como una serpiente que se va deslizando en zigzag; unos éramos cola, otros eran cabeza. Fluíamos con tanta sincronía que parecíamos un cuerpo solo.
El acto se expandía y, en un momento cumbre, nuestra respiración se volvió una: respirábamos como este animal híbrido de cuerpos, queriendo crear una estructura sólida, con energía vital y latente. Hubo un clímax total, y luego de ahí todos lentamente caímos con la satisfacción de haber formado un gran acto colectivo que no requería expertise, se caracterizaba por una energía cruda y concisa de conexión y emocionalidad.
Días después, debo admitir que sigo sorprendida de todo el trabajo psicosomático que esa práctica me dejó y de cómo, realmente, a través del movimiento y la intuición, nos acercamos a un conocimiento más íntimo con nosotros mismos.
En esta isla, las aguas mueven nuestras emociones de forma contundente, como las corrientes del denso mar que se fusionan y hierven a las orillas de este gran volcán. Es un fenómeno misterioso, sorprendente e intenso, pero nos acoge, nos invita a transformarnos en observadores activos, a estar en estado de presencia, a actuar con sutileza y confiar.

Los abrazo y espero que estén en un movimiento fluido y delicado mientras caminan este hermoso y bendecido camino que es la vida.